martes, 22 de diciembre de 2015

Mi camino hacia el ateísmo: Etapa 2 / 9


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Etapa 2: Católico con reservas

Dudé un poco si llamar a esta etapa "Católico no practicante", pero creo que ese título encajaría mejor en la historia de alguien más y no en la mía, especialmente porque católico con reservas tiene cierto ejercicio de reflexión que no necesariamente aparece en la otra (Conocemos cientos de católicos no practicantes que no se han percatado de serlo), y además aún me encontraba en cierta medida practicante.    

Esta segunda etapa se trata del encuentro fortuito (no puedo decir que fue una búsqueda) con ejemplos puntuales que me hicieron ver con recelo a la idea de Dios, a la religión, a la iglesia o a alguno de sus miembros, según fue el caso, sin comprender ni identificar los límites y alcances entre unos y otros, cometiendo el error de atribuir al todo propiedades de sus partes y viceversa. Mi identidad como individuo recién comenzaba a gatear y con seguridad tenía más cosas en las que ocuparme, pero ahí subrepticiamente comenzó este lento trabajo de destruir el enemigo desde adentro.  Desde mi adentro

De la etapa anterior había principalmente dos cosas que no me gustaban.  No sé si llamarlas reservas aún, pero que me estorbaban e incomodaban y, aún si las aceptaba como católico, me producían vergüenza y preferiría no tener que hacerlo y procurar vivir sin ellas, así que las evitaba incorporar a mi práctica religiosa de entonces.  Estas son  1) Esa idea de que "somos pobres, lo merecemos y somos afortunados por ello, mejor sigamos así que quizá dios lo quiere" y 2) Ese permanente sentimiento de culpa inculcado con la consiguiente necesidad de pedir perdón hasta por lo trivial. Todo es pecado, todo nos condena, pidamos perdón a toda hora.  Pero a pesar de sentir esa molestia, la asumía porque así me había tocado en suerte.  Era como aceptar ser de baja estatura.

Las verdaderas reservas comenzaron relativamente pronto.  Una de las más fuertes habrá sido a los 12 o 13 años, cuando escuché una arenga ponzoñosa de parte del sacerdote de la iglesia del 20 de Julio, a donde solíamos ir con mi madre. Ese detestable cura estaba enfurecido porque una ley lo obligaba a recibir en su colegio a estudiantes que eran hijos de padres no casados.  Estaba iracundo y se arrogaba el derecho de maldecir y amenazar con el infierno a los legisladores por obligarlo a aceptar a los que viven como hijos de perro y perra (palabras textuales, dichas sin el menor asomo de vergüenza ante sus miles de feligreses).  Esa declaración me produjo una total repulsión, me sentí agredido como ser humano, no quise ser parte de la misma congregación que ese infeliz, no quise estar en ningún lugar en el que él fuera reconocido como autoridad de cualquier tipo, no quise estar al lado de personas que no sintieran la misma repulsión que sentía yo en ese momento y mucho menos al lado de personas que le dieran la razón, lo defendieran o que consideraran válida su opinión aunque fuera solo en parte.  

Me puse a pensar en esos estudiantes, no los conocía pero podrían ser buenas personas, tenían derecho a que no les cerraran las puertas para estudiar, a no ser víctimas de las zarandajas que arengaba el detestable cura ese, ni a la indiferencia de quienes las escuchaban ni a la obediencia de quienes las consideraban válidas y resultaran haciendo algún tipo de maltrato porque se los ordenaban desde el cielo.

También pensé que esa arenga, si al energúmeno cura se le hubiera ido la olla más tiempo, podía alcanzar a salpicarme al ser yo mismo hijo de padres separados, algo muy inusual e incluso perseguido, en los 80 y también condenado con fruición por la iglesia de entonces.  Yo me consideraba buena persona con ganas de estudiar y me sentiría indignado ante semejante muestra de discriminación tan atroz, más aún viniendo de un sacerdote, con todo lo contradictorio que eso significa (Seguro mi madre habrá sentido en su carne, a raíz de su valiente decisión de separarse, mucha discriminación y censura a distinto nivel, reforzadas desde un púlpito por personas que ella consideraba autoridades morales).  Sentí mucha empatía por los estudiantes afectados y un rechazo total por el cura y la entidad que representaba, rechazo que sigue intacto hasta los días presentes, no sé si se notó en los párrafos anteriores. 

Otros ejemplos del mismo talante pero menos ácidos se repitieron a lo largo de esos años (curas detestables con la lengua muy larga nunca han faltado) y me llevaron a una primera gran conclusión, la primera piedra para la lenta construcción de ese edificio llamado "mi ateísmo", un pequeño paso para la humanidad pero un gran paso para mí, el gran paso con el que comenzó este viaje: darme cuenta de que los sacerdotes podían estar equivocados y que podía ser perfectamente normal desatenderles, desobedecerles y contradecirlos.  Ellos no tenían la razón, es más, podrían estar mintiendo deliberadamente, metiendo la pata con arrebato, yendo en total contravía con lo que predicaban e importándoles un pepino el renunciar a cualquier muestra de sensatez.  Darme cuenta de eso fue tremendamente liberador.

¿Por qué es un gran paso?

Porque en mi casa crecí escuchando cosas del estilo "Esto lo dijo el padre" como argumento para tener una determinada posición frente a muchos temas, y opiniones, y también para ayudar a tomar decisiones que hubiera que tomar.  Sé que no está de más pedir consejo y atenderlo, pero otra cosa es investir a estos sujetos de una autoridad sagrada e irrebatible también sobre los temas que no son de su resorte, de los que no saben un rábano, o en las que su opinión es cuando menos cuestionable, tendenciosa, sesgada, hipócrita o basada en la completa ignorancia (o todas las anteriores) para luego tener que atenderle sus recomendaciones traídas de los cabellos, algunas bajo la amenazas del castigo divino.

Lo viví por ejemplo con trivialidades como el rock en español de final de los 80: "El padre dijo que ustedes no pueden escuchar esa música" o cosas tan íntimamente familiares como "El padre dijo que los niños deben irse a dormir a las 9pm". Y en esa edad en la que estamos en el proceso de ganar autonomía en casa, ganarse algunos derechos y escuchar algunas explicaciones a nuestras dudas, esa respuesta no hacía más que exasperarme.  Era un "porque sí, y punto" que no aclaraba nada.  Eso lo tuve que vivir también con temas más trascendentales para un adolescente, como el enamoramiento o las inquietudes del despertar sexual. Lo que diga el padre y punto (¿y si dos curas tenían opiniones diferentes? ¿eh?).

[Años después, cuando yo ya estaba en etapas muy avanzadas de mi camino al ateísmo, mi familia tuvo un proceso de fanatización religiosa (del que hablaré un poco en entradas posteriores) en el que se volvió bastante frecuente atender la opinión de los sacerdotes como si fuera letra sagrada, y allí escuché, en mi casa, prohibir ver algún inofensivo programa de televisión (Los simpson o Bob Esponja, por ejemplo) porque "el padre dice que no hay que verlo", o dejar de usar una camiseta mostrando un pulgar arriba "porque el padre dijo que eso es un mensaje satánico".]

Esta situación no se limitaba a la familia, al sacerdote del barrio y a los que visitaran la casa.  El colegio y la comunidad tenía esa misma identidad, así que no tenía un espacio de laicidad para desarrollar nada que quisiera mantener sin esa contaminación clerical.  Recuerdo que en el colegio siempre hubo capellán y los hubo de todo tipo: desde el bonachón cuentachistes y amigable hasta uno bastante repulsivo que en las charlas sobre sexualidad a las que asistíamos solía pasarse de calidad con detalles escabrosos y descripciones grotescas de comportamientos anómalos que no debíamos tener porque nos condenaríamos para siempre.  Resulta muy fácil querer separarse de la iglesia si el capellán es así.

¿Hasta cuando duró esta etapa?

Más o menos hasta finalizar el bachillerato.  Como lo dije al final de la anterior entrada, en grado once (Tenía 15 años) me decidí a "darle una oportunidad" a la iglesia para encontrar algunas respuestas o al menos llenar unos vacíos. No recuerdo muy bien cuáles eran los mencionados vacíos, quizá los mismos de cualquier otro quinceañero con ganas de consuelo espiritual en una edad difícil de un año lectivo particularmente difícil que vive en una familia con realidad económica difícil y con mucha incertidumbre sobre cuál será su futuro tras la graduación, pero solo es una hipótesis.

Lo que sí recuerdo que me levantaba muy temprano para ir a misa antes de ir al colegio, encontrando un lugar con menos ruido, alboroto y parafernalia que el ritual dominical.  Allí éramos menos de 10 personas y todo era más cercano, o tal vez así lo quería percibir.  Al cabo de un tiempo (un mes, quizá) me di cuenta que no estaba allí lo que necesitaba, que el mejor consejo que encontraba a mis inquietudes era no hacer nada y confiar en que el tiempo de dios era perfecto, que tal vez dios lo quiere así y cosas de ese talante.  No era que buscara la clave para ser feliz y triunfar en la vida, pero tampoco estaba conforme con salir en el mismo estado en el que entraba. Creo que esa fue la última vez que fui a una misa por voluntad propia (seguí yendo algunas veces por obligación).


A pesar de esa desilusión, seguí participando aunque sin mucho entusiasmo, la vida religiosa de mi familia,  pero con un nivel de compromiso claramente inferior, y seguía alimentándome de esas reservas para tomar distancia poco a poco (ejemplos nunca faltaron, y parece que nunca van a faltar), pero eso ya es tema de mi siguiente entrada.  


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