En el libro Vacas, cerdos, guerras y brujas (que puede descargarse AQUÍ) leí que la tradición de dar regalos para ganar prestigio está presente en muchas culturas, pero que es llevada al extremo en unas cuantas.
Los indígenas Kwakiutl tienen una tradición llamada Potlatch, con la cual refuerzan lazos comerciales y culturales entre los diferentes poblados. Cada Potlatch es una ceremonia organizada para obtener prestigio a cambio de dar regalos. La comida abunda y el derroche aparece, se trata de demostrar que se es tan rico, poderoso, influyente, importante y prestigioso que puede darse el lujo de regalar toda esa comida, mantas, utensilios y demás trebejos. En casos extremos, llegaban incluso a destruir los regalos que los invitados no podían llevarse a sus casas, y no faltó el que quemó su casa en el afán de ganar prestigio, y quedaba sin posesiones, pero feliz.
Yo no ando en búsqueda de prestigio, y tampoco es que mis cosas me estuvieran estorbando, pero he tomado la decisión de despojarme de la mayoría de mis pertenencias, y entonces recordé que algo parecido había hecho en dos momentos diferentes de mi vida:
- En 2004, cuando decidí irme a vivir a Riohacha, me desprendí de algunas cosas que consideraba engorroso cargar hasta allá: Mis libros, la ropa para clima frío, la cama, la música (En los tiempos previos al mp3), algunas chucherías más y pare de contar. No era que tuviera muchas cosas. A Riohacha llegué con la ropa, el computador y la bicicleta
- En 2008, cuando decidí regresar a vivir a Bogotá, me desprendí de algunas cosas que consideraba engorroso cargar de regreso y que me serían poco útiles: Un ventilador, un par de sillas playeras, los libros que había logrado acumular, un tablero acrílico, mi mapa de Colombia en alto relieve y otras chucherías menores. Como siempre viví en una habitación que alquilaba amoblada, tampoco acumulé muchos cacharros allí. A Bogotá regresé con la ropa, el computador y la Bicicleta
- Ahora llega la tercera oportunidad de hacerlo, con la diferencia de que ahora sí había ido acumulando, poco a poco, muebles, utensilios, prendas y cacharros de todo tamaño, desde los que caben en el bolsillo hasta los que requieren un camión para llevarlos. Ya no quedan muchas cosas por hacer que me obliguen a permanecer en Bogotá, y si esa es la situación, prefiero estar en otro lugar, a donde no tiene sentido que me lleve casi nada.
Por eso resulté haciendo esta suerte de Potlatch personal, un poco farsante quizá, la intención era en realidad estar más cómodo con todos los traslados que espero se den pronto. Devolví algunas cosas a su legítima dueña, otras las doné a quienes quisieron aceptármelas, y solo una cosa resulté vendiendo: Artemisa, mi bicicleta que me acompañaba desde hacía 14 años, la compañera de los años difíciles y de las primeras travesías, la que llevé a Riohacha y traje de vuelta, la de las dos fracturas de clavícula. Ya no la usaba, era hora de que otra persona le sacara el mismo o más provecho que yo.
Y aquí estoy, listo para irme a quién sabe dónde. Solo me quedé con parte de la ropa, el computador, y la nueva bicicleta.



Una semana después estaba ahí en el alto del Vino, emocionado hasta la médula. Aún quedaban 25 kilómetros para llegar a Bogotá, pero eran de bajada, así que fue en ese preciso lugar que me ag
El resumen dirá que sobreviví y no fallé en el reto, que experimenté el drama de la existencia diaria y que la agonía y el éxtasis se convirtieron en sentimientos familiares: Fueron 1200 km en cuatro semanas, dos puertos de montaña de categoría especial, cuatro de primera categoría, cinco departamentos, cuatro pinchazos, menos fotos de las que hubiera querido y una enorme sonrisa que no se me borró en todo el recorrido, y que espero que no se me borre en un buen tiempo. Ahora, iré por más.






